Hace un rato escuché a la diputada Lemoine en el programa de Tenembaum. En el ala “batalla cultural” de la gestión del Presidente Milei, Lilia me parece una de las más importantes figuras, no sólo porque desde que asumió no ha hecho más que mejorar en sus declaraciones, sino porque no le esquiva a meterse en complejas discusiones de teoría política.
En un momento, Lemoine habló del marxismo cultural, ante lo cual el periodista le retrucó con la pregunta lógica — ¿qué es el marxismo cultural? — que si no me equivoco también se la hizo a Agustín Laje en otra entrevista. Yo sé y Tenembaum también sabe que una manera sencilla de agarrar a la derecha en offside, por el simple hecho de que es bastante difícil de responder o al menos de responder bien.
Es una pregunta que todos tememos en mayor o menor medida, en el contexto que sea. La mayoría directamente no puede responderla, y quienes pueden hacerlo requieren tiempo y quizás un oyente con cierto nivel de preparación — y aún así suele dejar la sensación de que se podría haber hecho mejor. Me ha pasado mil veces.
Para mí, con todo el respeto que merecen ambos, ni Laje ni Lemoine dieron una respuesta satisfactoria, y el escurridizo periodista se fue a su casa una vez más con la carta que siempre cumple. Quiero terminar con eso de una vez por todas. Si esto llega a la diputada Lemoine, muchas gracias por leer.
Ahora sí, ¿qué es el marxismo cultural?
En términos prácticos, el marxismo es la lucha de clases. Mientras más evidente sea la división entre opresores y oprimidos, más cerca estará una sociedad de la revolución, de la subsiguiente dictadura del proletariado, y finalmente de la utopía comunista. En los papeles por lo menos.
Para los marxistas, toda armonía social es mera apariencia. Es una calma despótica, bajo la cual están reprimidas innumerables contradicciones internas y relaciones de poder esperando ser descubiertas. En otras palabras, las sociedades más saludables son en realidad las más enfermas porque ni siquiera empezaron a tratar sus problemas, como esas familias “felices” donde todos se odian en secreto. Si creés que estás bien, es porque estás mal. Dicho sea de paso, patologizar lo normal y normalizar lo patológico es una de las tantas inversiones luciferinas de la izquierda.
Por supuesto, como no se puede hacer la revolución si la gente se lleva más o menos bien, el deber del marxista es romper con esta ilusión de paz. Donde no hay discordia, debe crearla; donde sí hay, debe asegurarse de que nunca termine. De ahí la infiltración en los movimientos obreros, por ejemplo. Para el marxista, la paz es derrota.
El proceso a través del cual se fabrica y sostiene el conflicto puede resumirse así:
Hallar una minoría susceptible de ser percibida como oprimida, o crearla a partir de alguna característica común.
A través de la propaganda, definirla y hacerla consciente del lugar que ocupa en la superestructura de dominación.
Una vez creada la conciencia de clase, mostrarle la solución o “liberación”.
Al final de este proceso, donde antes existía un pueblo, ahora hay coaliciones de minorías que van creciendo a medida que la izquierda hace su trabajo arqueológico de desenterrar conflictos “tapados” por una cubierta de falsa conciencia.
Y la manera más efectiva de lograr esto es a través de la cultura. Cada canción, película, libro o videojuego mainstream, con excepciones que se destacan por escasas, apunta de alguna manera a la profundización de la lucha de clases. Hombres contra mujeres, negros contra blancos, patrones contra empleado, gente “trans” contra gente “cis” — todo se cocina en la academia y llega a la gente a través de los diferentes medios masivos.
Finalmente, en la cima de todo esto y cosechando los mayores beneficios, la agrupación política que se ofrece como emancipadora, que otorga beneficios — “derechos” — a cambio de lealtad, que se traduce en militancia y votos.
El marxismo cultural, por lo tanto, es una metodología de creación y difusión de propaganda de lucha de clases que en la praxis sirve para crear reciprocidad entre minorías “oprimidas” y líderes políticos “liberadores” en contra de un sistema “opresor” más o menos tangible, que suele ser la sociedad en su conjunto. La sociedad es homofóbica; la sociedad odia a las mujeres; la sociedad discrimina a los gordos. Cada medida de gobierno implica la rectificación de una injusticia — una victoria del más débil sobre el más fuerte.
El problema de todo esto, sin embargo, es que es una gran ficción. La revolución no estalla, el paraíso igualitario nunca llega. Tampoco la izquierda desnuda ninguna tensión oculta bajo una superficie de coexistencia pacífica, porque eso sólo existe en la imaginación de los intelectuales. Alguien como Tenembaum dirá que no, que eso es progreso, pero es mentira.
El único resultado concreto de la aplicación del marxismo cultural es la disolución social, y su único fin es la acumulación de poder. Todo lo demás es superfluo.
Para un análisis más detallado, recomiendo mi serie de ensayos La Izquierda y el Poder.
El concepto de "marxismo cultural" se empezó a usar, al menos en la hispanosfera, hacia finales de la primera década de los 2000 como respuesta al ritmo acelerado de la más reciente oleada de la revolución cultural de nuestros tiempos, esta que nos ha traído y popularizado conceptos hasta antes escondido en los nichos de la academia: el privilegio blanco, la fluidez de los géneros, etc., lo que en inglés se llama "fringe". Para entonces, según mi percepción, la idea de marxismo cultural resonaba sobre todo entre los tercerposicionistas y los asiduos a sitios como Metapedia. Más tarde, los libertarios más espabilados, sospechosos aun del nihilismo y quizá nostálgicos de el viejo liberalismo que daba por sentadas las premisas de la ética occidental cristiana, comenzaron a adoptar el concepto al darse cuenta de que su indiferencia cultural, basada en el Principio de la No Agresión, era servil a la izquierda. Muy pronto, algunos de ellos empezaron a coquetear con el conservadurismo y la neorreacción. Es el caso de Laje, que pronto fue excomulgado de las filas del libertarismo hispano.
Viví el proceso en persona. En 2012 o un año antes, gané el concurso de ensayos de Caminos de la libertad (Laje quedó en segundo ) con un texto sobre el marxismo cultural, titulado algo así como "Las narrativas del totalitarismo". La tesis era la básica: Gramsci, el más astuto de los marxistas, entendió que la resolución dialéctica al problema de la historia contemporánea debía pasar por el camino de la cultura y no solo por el de la economía. No creo haber descubierto nada. Gramsci era y es reverenciados en las academias latinoamericanos, y lo que postulé sobre el marxismo cultural flotaba por muchos blogs. Si alguna novedad hubo, es que cité a profesores de academias gringas (por supuesto) que decían "sí, somos marxistas culturales". En todo caso, el texto sirvió para alertar, desde una perspectiva libertaria, que el olvido de la cultura y el indiferentismo moral, propios de una ideología que solo razona en términos del NAP, significa el final del proyecto liberal como lo pensaron los clásicos (Locke y sus bisnietos, como Mises, que daba por sentado el sistema de valores decimonónicos). En suma, el libertarismo era una forma oblicua del progresismo.
En la actualidad hay muchas precisiones que le haría a ese ensayo, empezando por el hecho de que, pese a mis simpatías por todo individualismo, hace una década que dejé de considerarme liberal. Recuerdo que los libertarios disidentes, entre los que estábamos Laje y yo -algún contacto teníamos en la época en que él no era una superestrella-, usábamos el término "marxismo cultural", que francamente habíamos arrebatado de los tercerposicionistas marginales, en buena parte por el marketing: Marx siempre fue el villano favorito del liberalismo y, aunque el marxismo cultural estuviera y esté vagamente definido, no considero que sea errado calificar a Marx y a todo lo que de él se desprende como vómitos de la historia política moderna.
Francamente, en la actualidad prefiero hablar de "progresismo" o "modernidad" a secas, pero eso implica, como apuntaste en algún comentario, meterse a temas de la interpretación whig de la historia, de las ideologías como formas de gnosticismo, y demás. El marxismo, ya sea en su versión puramente económica o en su neoaspecto cultural (y recalco esto, porque dudo que Marx viera con simpatía la euforia trans), es una derivación de un proceso más profundo, de una crisis que incluso lo antecede. Marx, sus teorías y lo que hicieron con ellas sus herederos, se alimentan de otra tradición. Explicar eso en un segmento noticioso, en incluso en un ensayito de Substack, es una tarea muy ardua y para la que se necesita demasiada paciencia. El enemigo no es magnánimo, es vil y consecuencialista.
Muy bueno. A mi siempre me pareció que los mas reacios a esta expresión son los de presente o pasado filomarxista como Peronistas/Kirchneristas o hasta la Nueva Derecha europea...Pero hasta Dugin o Fusaro en algunos artículos parecen barruntar esta idea.
Para mi el símbolo máximo es una facultad de Humanidades. Color rojo por todos lados, profesores abiertamente marxistas, Marx hasta en los enunciados para practicar lógica.
Por otro lado como práxis política me parece un gran término, lo entiende cualquier hombre de a pie, hasta con la contradicción que podría llegar a tener, tan propia de nuestros tiempos. Ya no viene con un fusil sino que está en los medios, universidades, etc...
Coincido que la lucha de clases (o la sustitución de esta por otros sujetos) y la discordia social son esenciales.
Un abrazo.